El colapso ecológico ya llegó.
Una brújula para salir del (mal)desarrollo, publicado el año pasado por
Maristella Svampa y Enrique Viale, es una referencia entre las nuevas
camadas que despiertan a las luchas ambientales. A un año de su
aparición, publicamos apuntes para una lectura crítica.
Esteban Martine https://www.laizquierdadiario.com/Sobre-el-colapso-ecologico-y-los-horizontes-alternativos
“Atravesamos tiempos extraordinarios marcados por una crisis
socioecológica y una emergencia climática a nivel global sin precedentes
en la historia” [1] , sostienen en el prefacio de su libro Maristella Svampa y Enrique Viale. El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal) desarrollo
se publicó en agosto del 2020, poco después de que la cepa de
SARS-CoV-2 saltara zoonóticamente desde territorios arrasados para
extender las fronteras del agronegocio y se volviera pandemia a ritmos
nunca antes vistos, siguiendo los circuitos del capital. La crisis
sociosanitaria del COVID-19, que hasta el momento dejó un saldo de 4
millones de muertos, es solo una muestra de la insustentabilidad de la
relación capital - naturaleza.
Los autores destacan la paradoja
de una época en la que existe un consenso científico sobre el origen
antrópico del calentamiento global, pero aún persisten discursos
negacionistas, históricamente construidos con la expansión del
neoliberalismo, y que durante los últimos años encarnaron personajes
como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Boris Johnson o el primer ministro de
Australia, Scott Morrison. En simultáneo, lo novedoso en los últimos
años fue la irrupción de la juventud en los movimientos por la “justicia
climática”, tras lo que denominan el “efecto Greta Thunberg”. Durante
la segunda huelga global contra el cambio climático de 2019, 4 millones
de personas se manifestaron en 163 países y miles de ciudades.
Los autores toman el concepto de antropoceno
para dar cuenta de la gravedad de la crisis climática y ecológica que
vivimos y sintetizan el problema desglosando cinco factores que la
explican: el cambio climático asociado al calentamiento global, a causa
del incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero; la
pérdida de biodiversidad, tanto en los ecosistemas terrestres como en
los marinos; los cambios en los ciclos biogeoquímicos que son
fundamentales para mantener el ciclo de los ecosistemas ; y, por último,
los cambios en el modelo de consumo, fundado en el esquema de
obsolescencia programada de los productos que obliga a renovarlos para
maximizar los beneficios del capital, y en un modelo alimentario a gran
escala de enorme impacto sobre la salud de las personas, y que degrada
los ecosistemas.
El libro recorre la historia de los movimientos ambientales y las
respuestas de los Estados e instituciones internacionales. En los 60s,
los nacientes movimientos ecologistas o ambientalistas de base social
policlasista. En los años 70 “la cuestión ambiental ingresa a la agenda
global”, con instituciones como el Programa de las Naciones Unidas para
el Desarrollo, los primeros partidos Verdes y ONG’s, “desde los más
conservadores a los más radicales”. En las últimas décadas nacieron los
movimientos por “justicia ambiental” en EEUU, alrededor de
comunidades afroamericanas de barrios contaminados que enfatizan en la
desigualdad de los costos ambientales, el racismo, la injusticia de
género y la deuda ecológica. Con el concepto de “ecologismo popular”,
se refieren a las movilizaciones en los países del hemisferio sur, que
plantean un “vínculo entre justicia ambiental, ecología de los pobres y
deuda ecológica del Norte respecto de los países del Sur” [2]. Y por último los movimientos por “justicia climática”,
concepto que apareció en la Conferencia de las Partes (COP) de la
Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC),
pero emergió como “movimiento ecológico global de carácter radical, con
eje en la crítica al capitalismo y la transición energética. ‘Cambiar
el sistema, no el clima’, pasó a ser la consigna” [3].
Los
autores dan cuenta de cómo a pesar de la sucesión de Cumbres que dieron
lugar a los protocolos de Montreal (1987), Kioto (1997) y el Acuerdo de
París (2015), la crisis ecológica no ha hecho más que profundizarse. En
el caso del Acuerdo de París, que no es vinculante, abre las puertas a
“impulsar falsas soluciones en el marco de la economía verde, que se
sustenta en la continua e incluso ampliada mercantilización de la
naturaleza” [4].
El ambiente como “punto ciego” del progresismo latinoamericano
Los
autores realizan una crítica que recupera actualidad frente a la
campaña por parte de periodistas y funcionarios del Frente de Todos que
impugna cualquier oposición al extractivismo como “ambientalismo bobo”.
Más allá de las diferencias (mientras unos hablan de ambientalismo bobo,
otros, como en los casos de Bolivia y Ecuador incorporaron los
“derechos de la naturaleza” y el “buen vivir” a sus constituciones), los
gobiernos de “progresismo selectivo” buscan minimizar la importancia de
las causas ambientales “oponiéndolas a la cuestión social y el derecho
al desarrollo”. Apuntaban al “reconocimiento de ciertos derechos
sociales y económicos (mientras que) obturaban, perseguían y
criminalizaban demandas ambientales y de pueblos originarios” [5]. En todos los casos mantuvieron la matriz del agronegocio, los negocios forestales, el fracking, la megaminería, etc.
Entre
2003 y 2013 las economías latinoamericanas se vieron favorecidas por
los altos precios de las materias primas, base de las economías
dependientes de la región. El “consenso de los commodities” fue
política de estado sin reconocer grietas: tanto los progresistas como
los gobiernos más conservadores o neoliberales aceptaron como “destino”
el papel de exportadores de bienes naturales, minimizando no solo las
consecuencias ambientales, sino también los “nuevos marcos de
dependencia y la consolidación de enclaves de exportación”.
Desde el año 2008, se multiplicaron los megaproyectos extractivos y
también las luchas y resistencias que los enfrentaron. Desde el proyecto
de abrir una carretera que atraviese el Territorio Indígena y Parque
Nacional Isiboro-Sécure (Tipnis) en Bolivia que implicó cuestionamientos
y resistencias que horadaron la base social de Evo Morales; pasando por
la construcción de una megarrepresa a costa de la expulsión de
comunidades originarias de Belo Monte en el Amazonas de Brasil llevada
adelante por el gobierno de Lula Da Silva. Desde 2013 hasta la
actualidad, los autores identifican una fase de “exacerbación del
neoextractivismo”, de ampliación de las fronteras de los commodities, a la impulsada tras la caída de los precios de las materias primas.
Svampa
y Viale señalan que no existe oposición entre lo social y lo ambiental,
como argumentan, por ejemplo, los voceros del Frente de Todos a la hora
de justificar las actividades extractivistas. Al final del ciclo
progresista, la pobreza y la desigualdad persistieron. “Los mapas de la
pobreza (...) coinciden en todo el mundo con los de la degradación
ambiental” [6].
En
nuestro país, los autores desarrollan cuatro casos emblemáticos: el
agronegocio, la Ley de Glaciares y los derrames de la Barrick Gold, Vaca
Muerta y la minería de litio.
El avance de la frontera sojera
(el área cultivada con soja transgénica creció un 900% entre 2003 y
2015) implicó desmontes, desplazamiento de poblaciones, entre ellas de
comunidades originarias, deterioro de suelos y las estremecedoras cifras
de personas que padecen cáncer en poblaciones rociadas con glifosato.
Argentina se encuentra entre los cuatros principales productores
mundiales de soja transgénica, con casi 24 millones de hectáreas
cultivadas. Recientemente el gobierno de Alberto Fernández aprobó el uso
de trigo transgénico HB4 (asociado al peligroso pesticida glufosinato
de amonio).
En el caso de la Ley de Glaciares, los autores
describen los obstáculos que impiden su aplicación efectiva, y traen a
colación el derrame de más de un millón de litros de solución cianurada
ocurrido en septiembre de 2015 en la mina Veladero, en la localidad de
Jáchal, San Juan. Las últimas puebladas de Chubut y Mendoza contra la
megaminería tuvieron repercusión internacional. En ambos casos fueron
multitudinarias movilizaciones contra pactos del PJ, la UCR, y sus
aliados, otra muestra contundente de que para el extractivismo no hay
grieta.
El caso de Vaca Muerta es considerado como una “ilusión eldoradista” que obtura la transición hacia una matriz energética pos-fósil. La reciente evidencia sobre el desastre de los basureros petroleros, los derrames y la multiplicación de sismos inducidos por el fracking,
dan cuenta del desastre ambiental de Vaca Muerta. Para el litio,
analizan cómo la gestión de Cambiemos ofreció condiciones más ventajosas
que los vecinos Chile y Bolivia para las corporaciones mineras.
Un enfoque histórico problemático y una crítica infundada al marxismo
Los
autores sostienen que la crisis civilizatoria y ecológica es
“profundamente filosófica” y ubican sus causas en el corazón de la
“episteme moderna”, que habría consolidado “un paradigma dualista, que
colocó al ser humano no solo en el centro (antropocentrismo), sino como
un ser exterior a la naturaleza, un ente autónomo” [7].
Esa concepción hegemónica, dicen, sería disputada por narrativas “más
holísticas acerca del vínculo sociedad/naturaleza. Es el caso de los
feminismos populares o ecofeminismos y de las cosmovisiones indígenas
que, ante la crisis civilizatoria, valoran un paradigma relacional que
subraya la interdependencia y el sostenimiento de la vida” [8].
Este
punto de vista no es nuevo, sino que se remonta, como señala John
Bellamy Foster, a una corriente del pensamiento ecologista que tiende a
“atribuir todo el proceso de la degradación ecológica al surgimiento de
la revolución científica del siglo XVII” [9],
representada sobre todo por Francis Bacon y su idea de “dominación de
la naturaleza”. A esta perspectiva se la califica como antropocéntrica,
mecanicista y dualista, y se le opone una visión más o menos posmoderna,
en este caso de corte “holístico”:
“Tal como señalan
numerosas pensadoras ecofeministas, entre ellas Carolyn Merchant [1980],
–escriben los autores– durante siglos hubo tensiones pero también
coexistencia entre la metáfora de la madre nutricia y aquella otra de la
dominación, proveniente de diferentes tradiciones filosóficas y
religiosas. La imagen organicista de la naturaleza ponía límites o
restricciones morales a la hora de relacionarse con aquella: instituía
códigos de respeto y consideración. Sin embargo, a partir de los siglos
XVI y XVII, el desarrollo de la manufactura y el comercio junto con las
nuevas tecnologías produjeron el paulatino desplazamiento del imaginario
organicista hacia otro de corte mecanicista.” [10]
Como
señala Foster, estos enfoques tienen un problema de fondo: se reduce la
cuestión ecológica a una cuestión de valores y se aleja de los temas
históricos-materiales, las relaciones materiales en su evolución, y “al
centrarse en el conflicto entre el mecanicismo y el vitalismo o
idealismo, cae en una concepción dualista incapaz de reconocer que estas
categorías están dialécticamente relacionadas en su unilateralidad, y
deben trascenderse conjuntamente, puesto que representan la alienación
de la sociedad capitalista” [11].
Para
los autores el marxismo sería también un “hijo de la Modernidad” tanto
“en su concepción de la naturaleza” como en su “visión del desarrollo
asociado a la expansión infinita de las fuerza productivas” [12].
Con esto desechan la posibilidad de un pensamiento materialista,
dialéctico y estratégico frente al capitalismo. El problema es que esta
afirmación (por cierto, sin el sustento bibliográfico que caracteriza al
libro) sería correcta si se refiriera al estalinismo, no al pensamiento
de Marx y Engels.
Lejos del dualismo, antropocentrismo y ubicación exterior autónoma frente a la naturaleza, desde sus obras tempranas Marx
sostuvo una concepción materialista de la naturaleza, cuestionando
justamente el antropocentrismo de visiones teleológicas religiosas
(desde allí, por ejemplo, saludó la obra de Darwin). Ubicó al ser
humano como parte misma de la naturaleza. En su temprana teoría sobre la
alienación desarrollada en los Manuscritos Económicos Filosóficos de 1844,
Marx sostiene: “La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre, es
decir, la naturaleza en la medida en que no es el cuerpo humano. El
hombre vive de la naturaleza, es decir: la naturaleza es su cuerpo, y
debe mantener un diálogo continuo con ella, de lo contrario morirá.
Decir que la vida mental y física del hombre está vinculada a la
naturaleza simplemente significa que la naturaleza está vinculada a sí
misma, puesto que el hombre es parte de la naturaleza”.
Como es reconocido hasta por sus críticos, la noción del joven Marx de la alienación del trabajo humano se vinculó con una comprensión de la alienación de los seres humanos respecto a la naturaleza
de la que son parte (concibiéndola como algo externo). El problema de
fondo no era la “episteme” sino la forma concreta en que el modo de
producción capitalista reduce a la mayoría de la humanidad a la
condición de clase explotada, y a la naturaleza a una mercancía más.
En
su libro, Foster rescata cómo desde este punto de vista Marx elaboró
una comprensión del desarrollo sostenible basada en la obra del químico
agrícola Justus Von Liebig, plasmado en el concepto de metabolismo (Stoffwechsel)
humanidad-naturaleza, y su posible ruptura o brecha producida por la
irracionalidad capitalista. Así también de la co-evolución basado en la
de Darwin, y que lejos del dualismo cartesiano sostuvo una visión
materialista dialéctica que permite abordar la complejidad de las
relaciones ecológicas contra puntos de vista unilaterales y
reduccionistas. Esto incluso dió lugar a una tradición marxista en
ciencia, con autores como Richard Levins y Richard Lewnontin,
que justamente desarrollaron este pensamiento en áreas particulares,
debatiendo con reduccionismos, mecanicismo y visiones idealistas, y
realizando aportes sustantivos al pensamiento ecológico.
Sobre la “expansión infinita de las fuerzas productivas”, Kohei Saito (2017), estudioso de la obra ecológica de Marx y autor de El Ecosocialismo de Karl Marx, señala que:
“El
materialismo histórico de Marx fue criticado repetidamente por sus
ingenuos supuestos tecnocráticos. Una lectura cuidadosa de sus
cuadernos, sin embargo, revela que Marx no tuvo una visión utópica del
futuro socialista basado en el crecimiento infinito de las fuerzas
productivas y la manipulación libre de la naturaleza. Por el contrario,
reconoció seriamente los límites naturales, tratando la compleja e
intensa relación entre el capital y la naturaleza como la contradicción
central del capitalismo (...) En El Capital, Marx llegó a bregar
por la consciente y sustentable regulación del metabolismo entre humanos
y naturaleza como la tarea esencial del socialismo”. [13]
Obviamente,
no pretendemos agotar aquí esta discusión, que esperamos continuar con
la profundidad que se merece, sino sólo señalar estos puntos
problemáticos del argumento del libro.
Green New Deal, Pacto Ecosocial y lucha anticapitalista
A
nivel estratégico, la contradicción central del libro se encuentra
entre el diagnóstico de desastre inminente y el programa propuesto como
horizonte, así como los sujetos y organizaciones para llevarlo adelante.
El libro destaca el valor de “las
experiencias autogestión y autoorganización como la agroecología, la
economía social solidaria o las comunidades de transición basadas en
energías renovables”, como “utopías concretas” y “prácticas
prefigurativas que anticipan la nueva sociedad”, aunque señala su
alcance limitado debido a la desconexión de lo local y lo global, que
dificulta que estas experiencias se conviertan en un “proyecto político
de alcance global” [14]. La “dimensión emancipatoria desde abajo”, debe “activar la dimensión reguladora de los Estados en todos los niveles”.
El planteo es que ante la “encrucijada civilizatoria” abierta por la pandemia, el dilema sería ir hacia “una
globalización neoliberal más autoritaria, en el marco de un
‘capitalismo del caos’, que sin duda favorecerá la expansión de las
derechas fascistas, o (...) una globalización más democrática, ligada al
paradigma del cuidado, por la vía de la implementación y el
reconocimiento de la solidaridad y la interdependencia como lazos
sociales e internacionales, y de políticas públicas orientadas a un gran
pacto ecosocial y económico que aborde conjuntamente la justicia social
y ambiental” [15].
Ante esto, reivindican el “Green New Deal”
en la versión postulada por la referente del ala izquierda demócrata
Alexandria Ocasio Cortez, y por intelectuales como Naomi Klein y Jeremy
Rifkin. A diferencia del proyecto europeo de economía verde, esta sería
una apuesta “interseccional”, que articula “justicia social con justicia
ecológica, étnica y de género”, planteando una “transformación
profunda del sistema económico a través de la reducción drástica de las
emisiones de gases de efecto invernadero, la renovación de
infraestructuras, la apuesta por la eficiencia energética y la promoción
de medidas para reducir la desigualdad económica y social en los
Estados Unidos” [16].
Para
Argentina y América Latina, los autores proponen cinco ejes para un
pacto ecosocial y económico, que además cuestione el rol asignado al
“sur global” en los modelos de transición energética corporativa de los
países centrales: “ingreso universal, reforma tributaria progresiva,
suspensión del pago y auditoría de la deuda externa, paradigma del
cuidado y reforma socioecológica radical (energética, productiva,
alimentaria y urbana)”. Esta reforma socioecológica implicaría un
paradigma energético renovable, descentralizado, desmercantilizado y
democrático; un paradigma agroecológico que promueva la soberanía
alimentaria; y otro modelo urbano, promoviendo el arraigo en ciudades
pequeñas y medianas.
El programa propuesto sostiene elementos
progresivos y más que necesarios, y otros que consideramos discutibles.
Pero de conjunto resulta en un planteo reformista, insuficiente para
abordar una “crisis civilizatoria”. La idea de lograr, con
movilizaciones desde abajo, un “pacto” que construya una nueva agenda
“nacional y global”, sin expropiar al gran capital ni derrotar a sus
instituciones, responsables del desastre ecológico y social, termina
siendo utópica.
Por ejemplo: es urgente terminar con el agronegocio que utiliza
volúmenes inconmensurables de veneno, y avanzar hacia formas de
producción de alimentos con técnicas no destructivas, que contemplen la
sostenibilidad del suelo, como sostiene la agroecología. Pero ese
objetivo es irrealizable sin terminar con la gran propiedad terrateniente,
empezando por las 5.678 explotaciones (el 2% del total de
explotaciones) que gestionan 80 millones de hectáreas (el 51 % de las
hectáreas en producción); y sin expropiar los puertos privados,
cerealeras y empresas agroindustriales.
De igual manera, para avanzar en un paradigma energético “renovable, descentralizado, desmercantilizado y democrático”,
es condición expropiar sin pago a todas las empresas relacionadas con
la producción, procesamiento y distribución de la energía, creando una
empresa estatal única bajo control de sus trabajadoras y trabajadores,
profesionales de universidades públicas, comunidades y pueblos indígenas
afectados por sus actividades, para diseñar democráticamente un plan de
transición que no solo contemple un giro en las fuentes utilizadas.
Aún
así, se trata de problemas sin resolución íntegra en los marcos del
sistema capitalista. Una transición ecológica requiere de la
planificación del conjunto de la economía, apropiándose de los
desarrollos científicos y tecnológicos para desarrollar en cada terreno
las formas de producción, distribución y consumo de menor impacto
ambiental, recomponiendo ecosistemas degradados, etc.
Por otro lado, el ascenso de Biden
o el giro discursivo del Vaticano son interpretados por Svampa y Viale
como oportunidades para “disputar sentidos”, subestimando su capacidad
de cooptar, institucionalizar y convertir en indefensos a los
movimientos ambientales.
Es en relación a los sujetos capaces de
protagonizar grandes transformaciones que se abre un último debate. El
libro da por sentada la superación del rol protagónico de la lucha de
clases en el marco de la pérdida de centralidad del conflicto industrial
y la aparición de nuevos movimientos sociales. Se trata de un debate de
larga data. En la época de la ofensiva neoliberal, la “globalización” y
la restauración burguesa en los países del mal llamado “socialismo
real”, el retroceso del movimiento obrero coincidió con un mayor
protagonismo de movimientos como el feminista, anti-racista, ambiental,
indígena y LGTB. Pero, contradictoriamente, la época de la ofensiva
anti-obrera fue también la de una mayor urbanización y asalarización de
la población mundial, al punto que por primera vez en la historia la
clase trabajadora (más feminizada, diversa y racializada) es mayoría.
Sobre
la base de la fragmentación de la clase trabajadora (entre
sindicalizados, precarios, informales, migrantes, desocupados, etc), las
burocracias sindicales, actúan para imponer a los sindicatos una
práctica corporativa que, entre muchas otras cosas, ignora los problemas
ecológicos padecidos en mayor grado por el pueblo trabajador.
Quienes
aspiramos a luchar en defensa del ambiente desde una perspectiva
anticapitalista y socialista, acompañamos e impulsamos la más amplia
unidad de acción contra el accionar antiecológico de empresas y Estados,
entre movimientos campesinos e indígenas, feministas, organizaciones
estudiantiles, etc. Lejos de un “reduccionismo de clase”, nos proponemos
como una tarea fundamental luchar para que las organizaciones de la
clase trabajadora tomen en sus manos los problemas ambientales. Existen
ejemplos interesantes en ese sentido, como la huelga de los petroleros
de Total en París
y su alianza con organizaciones ecologistas para desenmascarar el
greenwashing empresarial, el caso del astillero Harland and Wolff en
Irlanda, cuyos trabajadores trabajadores tomaron las instalaciones en
2019 exigiendo su nacionalización y la reconversión para producir
energías renovables, o la Federación Minero Energética de Colombia, que
es parte de la oposición al fracking en ese país.
Es necesario que en el movimiento ambiental emerja un ala que busque
conscientemente contrarrestar la influencia del capitalismo verde y de
las organizaciones que buscan encauzar las luchas en los marcos de las
instituciones, para aliarse con la clase social que no solo puede
paralizar la producción, sino reconvertirla en una relación no
predatoria con la naturaleza.